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LOS CUENTOS DE EVA LUNA - ISABEL ALLENDE

LOS CUENTOS DE EVA LUNAISABEL ALLENDE El rey orden a su visir que cada noche le llevara una virgen y cuando la noche hab a transcurrido mandaba que la matasen. As estuvo haciendo durante tres a os y en la ciudad no hab a ya ninguna doncella que pudiera servir para los asaltos de este cabalgador. Pero el visir ten a una hija de gran hermosura llamada y era muy elocuente y daba gusto o rla. (Las mil y una noches) Otro servicio de:Editorial Palabras - Taller quitabas la faja de la cintura, te arrancabas las sandalias, tirabas a un rinc n tu amplia falda, de algod n, me parece, y te soltabas el nudo que te reten a el pelo en una cola. Ten as la piel erizada y te re as. Est bamos tan pr ximos que no pod amos vernos, ambos absortos en ese rito urgente, envueltos en el calor y el olor que hac amos juntos.

por siete mejoraba la calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido, sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le

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1 LOS CUENTOS DE EVA LUNAISABEL ALLENDE El rey orden a su visir que cada noche le llevara una virgen y cuando la noche hab a transcurrido mandaba que la matasen. As estuvo haciendo durante tres a os y en la ciudad no hab a ya ninguna doncella que pudiera servir para los asaltos de este cabalgador. Pero el visir ten a una hija de gran hermosura llamada y era muy elocuente y daba gusto o rla. (Las mil y una noches) Otro servicio de:Editorial Palabras - Taller quitabas la faja de la cintura, te arrancabas las sandalias, tirabas a un rinc n tu amplia falda, de algod n, me parece, y te soltabas el nudo que te reten a el pelo en una cola. Ten as la piel erizada y te re as. Est bamos tan pr ximos que no pod amos vernos, ambos absortos en ese rito urgente, envueltos en el calor y el olor que hac amos juntos.

2 Me abr a paso por tus caminos, mis manos en tu cintura encabritada y las tuyas impacientes. Te deslizabas, me recorr as, me trepabas, me envolv as con tus piernas invencibles, me dec as mil veces ven con los labios sobre los m os. En el instante final ten amos un atisbo de completa soledad, cada uno perdido en su quemante abismo, pero pronto resucit bamos desde el otro lado del fuego para descubrirnos abrazados en el desorden de los almohadones, bajo el mosquitero blanco. Yo te apartaba el cabello para mirarte a los ojos. A veces te sentabas a mi lado, con las piernas recogidas y tu chal de seda sobre un hombro, en el silencio de la noche que apenas comenzaba. As te recuerdo, en calma. T piensas en palabras, para ti el lenguaje es un hilo inagotable que tejes como si la vida se hiciera al contarla. Yo pienso en im genes congeladas en una fotograf a.

3 Sin embargo, sta no est impresa en una placa, parece dibujada a plumilla, es un recuerdo minucioso y perfecto, de vol menes suaves y colores c lidos, renacentista, como una intenci n captada sobre un papel granulado o una tela. Es un momento prof tico, es toda nuestra existencia, todo lo vivido y lo por vivir, todas las pocas simult neas, sin principio ni fin. Desde cierta distancia yo miro ese dibujo, donde tambi n estoy yo. Soy espectador y protagonista. Estoy en la penumbra, velado por la bruma de un cortinaje trasl cido. S que soy yo, pero yo soy tambi n este que observa desde afuera. Conozco lo que siente el hombre pintado sobre esa cama revuelta, en una habitaci n de vigas oscuras y techos de catedral, donde la escena aparece como el fragmento de una ceremonia antigua. Estoy all contigo y tambi n aqu , solo, en otro tiempo de la conciencia.

4 En el cuadro la pareja descansa despu s de hacer el amor, la piel de ambos brilla h meda. El hombre tiene los ojos cerrados, una mano sobre su pecho y la otra sobre el muslo de ella, en ntima complicictad. Para m esa visi n es recurrente e inmutable, nada cambia, siempre es la misma sonrisa pl cida del hombre, la misma languidez de la mujer, los mismos pliegues de las s banas y rincones sombr os del cuarto, siempre la luz de la l mpara roza los senos y los p mulos de ella en el mismo ngulo y siempre el chal de seda y los cabellos oscuros caen con igual delicadeza. Cada vez que pienso en ti, as te veo, as nos veo, detenidos para siempre en ese lienzo, invulnerables al deterioro de la mala memoria. Puedo recrearme largamente en esa escena, hasta sentir que entro en el espacio del cuadro y ya no soy el que observa, sino el hombre que yace junto a esa mujer.

5 Entonces se rompe la sim trica quietud de la pintura y escucho nuestras voces muy cercanas. -Cu ntame un cuento -te digo. - C mo lo quieres? -Cu ntame un cuento que no le hayas contado a nadie. ROLF CARLE DOS PALABRAS Ten a el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella misma lo busc hasta encontrarlo y se visti con l. Su oficio era vender palabras. Recorr a el pa s, desde las regiones m s altas y fr as hasta las costas calientes, instal ndose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se proteg a del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercader a, porque de tanto caminar por aqu y por all , todos la conoc an. Hab a quienes la aguardaban de un a o para otro, y cuando aparec a por la aldea con su atado bajo el brazo hac an cola frente a su tenderete.

6 Vend a a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sue os, por nueve escrib a cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. Tambi n vend a CUENTOS , pero no eran CUENTOS de fantas a, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido, sin saltarse nada. As llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos l neas: naci un ni o, muri fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una peque a multitud a su alrededor para o rla cuando comenzaba a hablar y as se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancol a. No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habr a sido un enga o colectivo.

7 Cada uno recib a la suya con la certeza de que nadie m s la empleaba para ese fin en el universo y m s all . Belisa Crepusculario hab a nacido en una familia tan m sera, que ni siquiera pose a nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creci en la regi n m s inh spita, donde algunos a os las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el horizonte entero y el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumpli doce a os no tuvo otra ocupaci n ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequ a le toc enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendi que llegaba su turno, decidi echar a andar por las llanuras en direcci n al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, f siles de rboles y de arbustos espinudos, esqueletos de animales blanqueados por el calor.

8 De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos hab an iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas pod an mover sus propios huesos y a poco andar deb an abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y los ojos quemados por la reverberaci n de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no se deten a, porque no pod a gastar sus fuerzas en ejercicios de compasi n. Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consigui atravesar el infierno y arrib por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una vegetaci n raqu tica, y que m s adelante se convert an en riachuelos y esteros. Belisa Crepusculario salv la vida y adem s descubri por casualidad la escritura.

9 Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento coloc a sus pies una hoja de peri dico. Ella tom aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observ ndolo sinadivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo m s que su timidez. Se acerc a un hombre que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed. - Qu es esto? -pregunt . -La p gina deportiva del peri dico -replic el hombre sin dar muestras de asombro ante su ignorancia. La respuesta dej at nita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limit a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel. -Son palabras, ni a. All dice que Fulgencio Barba noque al Negro Tiznao en el tercer round. Ese d a Belisa Crepusculario se enter que las palabras andan sueltas sin due o y cualquiera con un poco de ma a puede apoder rselas para comerciar con ellas.

10 Consider su situaci n y concluy que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que pod a desempe ar. Vender palabras le pareci una alternativa decente. A partir de ese momento ejerci esa profesi n y nunca le interes otra. Al principio ofrec a su mercanc a sin sospechar que las palabras pod an tambi n escribirse fuera de los peri dicos. Cuando lo supo calcul las infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pag veinte pesos a un cura para que le ense ara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compr un diccionario. Lo revis desde la A hasta la Z y luego lo lanz al mar, porque no era su intenci n estafar a los clientes con palabras envasadas. Varios a os despu s, en una ma ana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensi n desde hac a diecisiete a os.


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