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1 Dos palabras de Isabel Allende Ten a el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella misma lo busc hasta encontrarlo y se visti con 1. Su oficio era vender palabras . Recorr a el pa s, desde las regiones m s altas y fr as hasta las costas calientes, instal ndose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se proteg a del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercader a, porque de tanto caminar por aqu y por all , todos la conoc an. Hab a quienes la aguardaban de un a o para otro, y cuando aparec a por la aldea con su atado bajo el brazo hac an cola frente a su tenderete. Vend a a precios justos.

2 La respuesta dejó atónita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limitó a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.

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1 1 Dos palabras de Isabel Allende Ten a el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su madre, sino porque ella misma lo busc hasta encontrarlo y se visti con 1. Su oficio era vender palabras . Recorr a el pa s, desde las regiones m s altas y fr as hasta las costas calientes, instal ndose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con un toldo de lienzo, bajo el cual se proteg a del sol y de la lluvia para atender a su clientela. No necesitaba pregonar su mercader a, porque de tanto caminar por aqu y por all , todos la conoc an. Hab a quienes la aguardaban de un a o para otro, y cuando aparec a por la aldea con su atado bajo el brazo hac an cola frente a su tenderete. Vend a a precios justos.

2 Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la calidad de los sue os, por nueve escrib a cartas de enamorados, por doce inventaba insultos para enemigos irreconciliables. Tambi n vend a cuentos, pero no eran cuentos de fantas a, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada. As llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos l neas: naci un ni o, muri fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En cada lugar se juntaba una peque a multitud a su alrededor para o rla cuando comenzaba a hablar y as se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancol a.

3 No era la misma para todos, por supuesto, porque eso habr a sido un enga o colectivo. Cada uno recib a la suya con la certeza de que nadie m s la empleaba para ese fin en el universo y m s all . Belisa Crepusculario hab a nacido en una familia tan m sera, que ni siquiera pose a nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creci en la regi n m s inh spita, donde algunos a os las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y en otros no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero y el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumpli doce a os no tuvo otra ocupaci n ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una interminable sequ a le toc enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendi que llegaba su turno, decidi echar a andar por las l1anuras en direcci n al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte.

4 La tierra estaba erosionada, partida en profundas grietas, sembrada de piedras, f siles de rboles y de arbustos espinudos, esqueletos le animales blanqueados por el calor. De vez en cuando tropezaba con familias que, como ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos hab an iniciado la marcha llevando sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas pod an mover sus propios huesos y a poco andar deb an abandonar sus cosas. Se arrastraban penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y sus ojos quemados por la reverberaci n de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no se deten a, porque no pod a gastar sus fuerzas en ejercicios de compasi n. Muchos cayeron por el camino, pero ella era tan tozuda que consigui atravesar el infierno y arrib por fin a los primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una vegetaci n raqu tica, y que m s adelante se convert an en riachuelos y esteros.

5 Belisa Crepusculario salv la vida y adem s descubri por casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento coloc a sus pies una hoja de peri dico. Ella tom aquel papel amarillo y quebradizo y estuvo largo rato observ ndolo sin adivinar su uso, hasta que la curiosidad pudo rn s que su timidez. Se acerc a un hombre que lavaba un caballo en el mismo charco turbio donde ella saciara su sed. -- Qu es esto?--pregunt . --La p gina deportiva del peri dico--replic el hombre sin dar muestras de asombro ante su ignorancia. 2 La respuesta dej at nita a la muchacha, pero no quiso parecer descarada y se limit a inquirir el significado de las patitas de mosca dibujadas sobre el papel.

6 --Son palabras , ni a. All dice que Fulgencio Barba noque al Nero Tiznao en el tercer round. Ese d a Belisa Crepusculario se enter que las palabras andan sueltas sin due o y cualquiera con un poco de ma a puede apoder rselas para comerciar con ellas. Consider su situaci n y concluy que aparte de prostituirse o emplearse como sirvienta en las cocinas de los ricos, eran pocas las ocupaciones que pod a desempe ar. Vender palabras le pareci una alternativa decente. A partir de ese momento ejerci esa profesi n y nunca le interes otra. Al principio ofrec a su mercanc a sin sospechar que las palabras pod an tambi n escribirse fuera de los peri dicos. Cuando lo supo calcul las infinitas proyecciones de su negocio, con sus ahorros le pag veinte pesos a un cura para que le ense ara a leer y escribir y con los tres que le sobraron se compr un diccionario.

7 Lo revis desde la A hasta la Z y luego lo lanz al mar, porque no era su intenci n estafar a los clientes con palabras envasadas. Varios a os despu s, en una ma ana de agosto, se encontraba Belisa Crepusculario en el centro de una plaza, sentada bajo su toldo vendiendo argumentos de justicia a un viejo que solicitaba su pensi n desde hac a diecisiete a os. Era d a de mercado y hab a mucho bullicio a su alrededor. Se escucharon de pronto galopes y gritos, ella levant los ojos de la escritura y vio primero una nube de polvo y enseguida un grupo de jinetes que irrumpi en el lugar. Se trataba de los hombres del Coronel, que ven an al mando del Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe.

8 Ambos, el Coronel y el Mulato, hab an pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban irremisiblemente unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros entraron al pueblo como un reba o en estampida, envueltos en ruido, ba ados de sudor y dejando a su paso un espanto de hurac n. Salieron volando las gallinas, dispararon a perderse los perros, corrieron las mujeres con sus hijos y no qued en el sitio del mercado otra alma viviente que Belisa Crepusculario, quien no hab a visto jam s al Mulato y por lo mismo le extra que se dirigiera a ella. --A ti te busco--le grit se al ndola con su l tigo enrollado y antes que terminara de decirlo, dos hombres cayeron encima de la mujer atropellando el toldo y rompiendo el tintero, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada como un bulto de marinero sobre la grupa de la bestia del Mulato.

9 Emprendieron galope en direcci n a las colinas. Horas m s tarde, cuando Belisa Crepusculario estaba a punto de morir con el coraz n convertido en arena por las sacudidas del caballo, sinti que se deten an y cuatro manos poderosas la depositaban en tierra. Intent ponerse de pie y levantar la cabeza con dignidad, pero le fallaron las fuerzas y se desplom con un suspiro, hundi ndose en un sue o ofuscado. Despert varias horas despu s con el murmullo de la noche en el campo, pero no tuvo tiempo de descifrar esos sonidos, porque al abrir los ojos se encontr ante la mirada impaciente del Mulato, arrodillado a su lado. --Por fin despiertas, mujer--dijo alcanz ndole su cantimplora para que bebiera un sorbo de aguardiente con p lvora y acabara de recuperar la vida.

10 Ella quiso saber la causa de tanto maltrato y l le explic que el Coronel necesitaba sus servicios. Le permiti mojarse la cara y enseguida la llev a un extremo del campamento, donde el hombre m s temido del pa s reposaba en una hamaca colgada entre dos rboles. Ella no pudo verle el rostro, porque ten a encima la sombra incierta del follaje y la sombra imborrable de muchos a os viviendo como un bandido, pero imagin que deb a ser de expresi n perdularia si su gigantesco ayudante se dirig a a l con tanta humildad. Le sorprendi su voz, suave y bien modulada como la de un profesor. -- Eres la que vende palabras ?--pregunt . --Para servirte--balbuce ella oteando en la penumbra para verlo mejor. 3 El Coronel se puso de pie y la luz de la antorcha que llevaba el Mulato le dio de frente.


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