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La sirenita - Biblioteca

la sirenita hans christian andersen En alta mar el agua es azul como los p talos de la m s hermosa centaura, y clara como el cristal m s puro; pero es tan profunda, que ser a in til echar el ancla, pues jam s podr a sta alcanzar el fondo. Habr a que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie. Pero no cre is que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en l crecen tambi n rboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del mbar m s transparente; y el tejado est hecho de conchas, que se abren y cierran seg n la corriente del agua.

Hans Christian Andersen . En alta mar el agua es azul como los pétalos de la más hermosa centaura, y clara como el cristal más puro; pero es tan profunda, que sería inútil echar el ancla, pues jamás podría ésta alcanzar el fondo. Habría que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la ...

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1 la sirenita hans christian andersen En alta mar el agua es azul como los p talos de la m s hermosa centaura, y clara como el cristal m s puro; pero es tan profunda, que ser a in til echar el ancla, pues jam s podr a sta alcanzar el fondo. Habr a que poner muchos campanarios, unos encima de otros, para que, desde las honduras, llegasen a la superficie. Pero no cre is que el fondo sea todo de arena blanca y helada; en l crecen tambi n rboles y plantas maravillosas, de tallo y hojas tan flexibles, que al menor movimiento del agua se mueven y agitan como dotadas de vida. Toda clase de peces, grandes y chicos, se deslizan por entre las ramas, exactamente como hacen las aves en el aire. En el punto de mayor profundidad se alza el palacio del rey del mar; las paredes son de coral, y las largas ventanas puntiagudas, del mbar m s transparente; y el tejado est hecho de conchas, que se abren y cierran seg n la corriente del agua.

2 Cada una de estas conchas encierra perlas brillant simas, la menor de las cuales honrar a la corona de una reina. Hac a muchos a os que el rey del mar era viudo; su anciana madre cuidaba del gobierno de la casa. Era una mujer muy inteligente, pero muy pagada de su nobleza; por eso llevaba doce ostras en la cola, mientras que los dem s nobles s lo estaban autorizados a llevar seis. Por lo dem s, era digna de todos los elogios, principalmente por lo bien que cuidaba de sus nietecitas, las princesas del mar. Estas eran seis, y todas bell simas, aunque la m s bella era la menor; ten a la piel clara y delicada como un p talo de rosa, y los ojos azules como el lago m s profundo; como todas sus hermanas, no ten a pies; su cuerpo terminaba en cola de pez.

3 Las princesas se pasaban el d a jugando en las inmensas salas del palacio, en cuyas paredes crec an flores. Cuando se abr an los grandes ventanales de mbar, los peces entraban nadando, como hacen en nuestras tierras las golondrinas cuando les abrimos las ventanas. Y los peces se acercaban a las princesas, comiendo de sus manos y dej ndose acariciar. Frente al palacio hab a un gran jard n, con rboles de color rojo de fuego y azul oscuro; sus frutos brillaban como oro, y las flores parec an llamas, por el constante movimiento de los pec olos y las hojas. El suelo lo formaba arena fin sima, azul como la llama del azufre. De arriba descend a un maravilloso resplandor azul; m s que estar en el fondo del mar, se ten a la impresi n de estar en las capas altas de la atm sfera, con el cielo por encima y por debajo.

4 Cuando no soplaba viento, se ve a el sol; parec a una flor purp rea, cuyo c liz irradiaba luz. Cada princesita ten a su propio trocito en el jard n, donde cavaba y plantaba lo que le ven a en gana. Una hab a dado a su porci n forma de ballena; otra hab a preferido que tuviese la de una sirenita . En cambio, la menor hizo la suya circular, como el sol, y todas sus flores eran rojas, como l. Era una chiquilla muy especial, callada y cavilosa, y mientras sus hermanas hac an gran fiesta con los objetos m s raros procedentes de los barcos naufragados, ella s lo jugaba con una estatua de m rmol, adem s de las rojas flores semejantes al sol. La estatua representaba un ni o hermos simo, esculpido en un m rmol muy blanco y n tido; las olas la hab an arrojado al fondo del oc ano.

5 La princesa plant junto a la estatua un sauce llor n color de rosa; el rbol creci espl ndidamente, y sus ramas colgaban sobre el ni o de m rmol, proyectando en el arenoso fondo azul su sombra violeta, que se mov a a comp s de aqu llas; parec a como si las ramas y las ra ces jugasen unas con otras y se besasen. Lo que m s encantaba a la princesa era o r hablar del mundo de los hombres, de all arriba; la abuela ten a que contarle todo cuanto sab a de barcos y ciudades, de hombres y animales. Se admiraba sobre todo de que en la tierra las flores tuvieran olor, pues las del fondo del mar no ol an a nada; y la sorprend a tambi n que los bosques fuesen verdes, y que los peces que se mov an entre los rboles cantasen tan melodiosamente.

6 Se refer a a los pajarillos, que la abuela llamaba peces, para que las ni as pudieran entenderla, pues no hab an visto nunca aves. - Cuando cumpl is quince a os -dijo la abuela- se os dar permiso para salir de las aguas, sentaros a la luz de la luna en los arrecifes y ver los barcos que pasan; entonces ver is tambi n bosques y ciudades. Al a o siguiente, la mayor de las hermanas cumpli los quince a os; todas se llevaban un a o de diferencia, por lo que la menor deb a aguardar todav a cinco, hasta poder salir del fondo del mar y ver c mo son las cosas en nuestro mundo. Pero la mayor prometi a las dem s que al primer d a les contar a lo que viera y lo que le hubiera parecido m s hermoso; pues por m s cosas que su abuela les contase siempre quedaban muchas que ellas estaban curiosas por saber.

7 Ninguna, sin embargo, se mostraba tan impaciente como la menor, precisamente porque deb a esperar a n tanto tiempo y porque era tan callada y retra da. Se pasaba muchas noches asomada a la ventana, dirigiendo la mirada a lo alto, contemplando, a trav s de las aguas azuloscuro, c mo los peces correteaban agitando las aletas y la cola. Alcanzaba tambi n a ver la luna y las estrellas, que a trav s del agua parec an muy p lidas, aunque mucho mayores de como las vemos nosotros. Cuando una nube negra las tapaba, la princesa sab a que era una ballena que nadaba por encima de ella, o un barco con muchos hombres a bordo, los cuales jam s hubieran pensado en que all abajo hab a una joven y encantadora sirena que extend a las blancas manos hacia la quilla del nav o.

8 Lleg , pues, el d a en que la mayor de las princesas cumpli quince a os, y se remont hacia la superficie del mar. A su regreso tra a mil cosas que contar, pero lo m s hermoso de todo, dijo, hab a sido el tiempo que hab a pasado bajo la luz de la luna, en un banco de arena, con el mar en calma, contemplando la cercana costa con una gran ciudad, donde las luces centelleaban como millares de estrellas, y oyendo la m sica, el ruido y los rumores de los carruajes y las personas; tambi n le hab a gustado ver los campanarios y torres y escuchar el ta ido de las campanas. Ah, con cu nta avidez la escuchaba su hermana menor! Cuando, ya anochecido, sali a la ventana a mirar a trav s de las aguas azules, no pensaba en otra cosa sino en la gran ciudad, con sus ruidos y su bullicio, y le parec a o r el son de las campanas, que llegaba hasta el fondo del mar.

9 Al a o siguiente, la segunda obtuvo permiso para subir a la superficie y nadar en todas direcciones. Emergi en el momento preciso en que el sol se pon a, y aquel espect culo le pareci el m s sublime de todos. De un extremo el otro, el sol era como de oro -dijo-, y las nubes, oh, las nubes, qui n ser a capaz de describir su belleza! Hab an pasado encima de ella, rojas y moradas, pero con mayor rapidez volaba a n, semejante a un largo velo blanco, una bandada de cisnes salvajes; volaban en direcci n al sol; pero el astro se ocult , y en un momento desapareci el tinte rosado del mar y de las nubes. Al cabo de otro a o toc le el turno a la hermana tercera, la m s audaz de todas; por eso remont un r o que desembocaba en el mar.

10 Vio deliciosas colinas verdes cubiertas de p mpanos, y palacios y cortijos que destacaban entre magn ficos bosques; oy el canto de los p jaros, y el calor del sol era tan intenso, que la sirena tuvo que sumergirse varias veces para refrescarse el rostro ardiente. En una peque a bah a se encontr con una multitud de chiquillos que corr an desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero los peque os huyeron asustados, y entonces se le acerc un animalito negro, un perro; jam s hab a visto un animal parecido, y como ladraba terriblemente, la princesa tuvo miedo y corri a refugiarse en alta mar. Nunca olvidar a aquellos soberbios bosques, las verdes colinas y el tropel de chiquillos, que pod an nadar a pesar de no tener cola de pez.


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